Por: Roberto González Villarreal, Lucía Rivera Ferreiro y Marcelino Guerra Mendoza. 18/10/2017 Contacto: [email protected]
Un movimiento inicia con un grito, dice Holloway[1]*. La negativa es el primer desafío al poder. El chispazo de una confrontación y el comienzo de una protesta. Por supuesto, no todas las negaciones se vuelven movimientos, es un proceso muy complejo de bucles, aceleraciones e intensidades, pero sin esa negativa inicial no hay lucha posible.
Los gritos contra la reforma educativa han estado presentes desde el principio. Gritos de diversa magnitud, procedencia y vigor. Son gritos que han formado grandes movilizaciones en todos los estados de la república, durante los últimos cuatro años y medio, de manera constante, aunque intermitente.
Ese griterío persistente, esa movilización de cuerpos, almas y corazones tiene sus picos y sus precipicios, sus momentos de gloria y sus fracasos. En otros momentos podremos trazar los ciclos cortos y largos de la protesta, aquí solo lo registramos, pero están ahí, inician, alcanzan un alto grado de movilización, negocian, los reprimen y decaen, sólo para reiniciarse de nuevo; quizá en otras partes, con propósitos distintos y actores diferentes que luego se unen para comenzar otra vez. Al menos así ha sido hasta la fecha.
Hasta la fecha, reiteramos, porque nadie sabe lo que sucederá en los siguientes meses ante la perspectiva de las elecciones federales del 2018, cuando muchos conflictos se anuden, se destraben o se relancen: nadie sabe. La cuestión, sin embargo, es que mientras las protestas decayeron en los meses siguientes a Nochixtlán, los reformadores dieron pasos significativos para llevar los programas de la reforma más allá del sexenio, como el Modelo Educativo, los libros de texto, las Escuelas al CIEN –con recursos estatales comprometidos por 25 años, por ejemplo-.
En otras palabras, cuando las protestas disminuyen y los gritos se vuelven cada vez más difíciles de escuchar o de articular, la reforma sigue su curso, imponiéndose, modificándose, profundizándose. ¡Por eso el discurso del fracaso y la muerte de la reforma es tan peligroso! ¡Ilusiona, confunde, desmoviliza! ¡Esconde los efectos, oscurece los propósitos y nubla las transformaciones efectivas y duraderas de la reforma! En una palabra: engaña. Quiera o no, se vuelve cómplice.
Esperando el certificado de defunción de la reforma, miles de maestros entraron a la máquina infinita de la evaluación de desempeño. Casi sin resistencia. Y ahora no por el temor que producen los despidos, las amenazas, los policías y militares, sino por una extraña complicidad entre reformadores y críticos; por los discursos que oscurecen los efectos y las producciones de la reforma; por los distractores, por esos choros infames que hacen tener falsas esperanzas, que ilusionan con que esto se acabe cuando lleguen las campañas electorales y el cambio del sexenio; con los desplantes de que no era una reforma educativa, sino parcial y laboral; hecha al revés; una dizque reforma educativa, dicen en el colmo de la arrogancia de los perdedores; entre otras tantas necedades que impiden ver lo que realmente sucede en el sistema educativo nacional.
El asunto es que ese tipo de crítica también es una forma de poder; un poder que sólo sirve para entorpecer la autonomía cognitiva de las resistencias. En una palabra: para encubrir y contener la fuerza política del NO.
¿Qué es el poder, qué es la reforma, sin la participación efectiva de los maestros? Nada. Detrás del poder no hay nada, sólo la relación de fuerzas que lo define. Sin que los maestros, los padres de familia, los estudiantes participen, la reforma no tiene sentido. No es más que una larga lista de palabras, reglas, organismos vanos y argumentos mal hechos.
La reforma funciona, la reforma avanza, porque en el campo de las resistencias no se puede organizar un NO enfático, acoplado y duradero. Esto es casi obvio, pero con tanto sentido que bien vale seguirle la pista. La cuestión no es lo que hacen las fuerzas que animan y soportan a la reforma, sino ¿por qué las resistencias no pueden articular un común suficientemente poderoso para acabar con ella?
Lo tenemos todo al revés. Una y otra vez escuchamos que es por las fuerzas del gobierno, los empresarios, los Organismos Financieros Internacionales (OFIs), los militares, Mexicanos Primero, los partidos del Pacto por México y la chiquillería; eso, en sentido estricto, es una redundancia. Las razones de la reforma y los recursos del poder SON la reforma.
Más aún, la reforma educativa se ha planteado como una guerra por la destrucción del viejo Sistema Educativo Nacional (SEN) y la reconstrucción ultraliberal del territorio educativo. En otras palabras: mientras los reformadores plantean una guerra, las resistencias creen que es por la misma guerra por la que no pueden organizarse. Lo que es lo mismo: si las resistencias no se pueden armar porque hay una guerra, entonces están derrotadas de antemano.
En realidad, eso sirve como excusa y justificación; ese es el pensamiento de la derrota perenne, tan convenientemente elaborado por críticos, dirigencias y comentaristas. ¿Cuándo reconoceremos abiertamente las dificultades que nos impiden decir NO y acabar con una reforma que agrede, lastima y nos lleva a las y los docentes a la precarización, al sometimiento y la incertidumbre? ¿Cuándo nos decidiremos a decir NO a una reforma que está transformando aceleradamente el SEN, las subjetividades y las instituciones, según los cánones del capitalismo ultraliberal más descarnado? ¿Cuándo reconoceremos que la reforma es una guerra y las guerras, para enfrentarlas, exigen autonomía cognitiva y organizacional?
Presos del modo de pensar y de organizarse del poder, ¿cuándo nos convenceremos de que se lucha para ganar, y que para eso es necesario pensar de otro modo, imaginar otro mundo, reconocer la diferencia ontológica y política con los que nos dominan?
¿No es tiempo de remplazar el enfoque? ¿No es tiempo de hacer ajustes en el pensamiento y la acción de las resistencias? ¿No es tiempo de cambiar y no caer en los juegos políticos, jurídicos y conceptuales de los adversarios?
Por ejemplo: todavía hay quienes creen que la reforma es reformable, que bastaría hacer mejores reactivos, mejores exámenes y mejores procedimientos para que la evaluación fuera aceptable. Todavía hay quienes creen que la reforma puede desdentarse cambiando las leyes secundarias, poniendo a pedagogos y didácticos en el INEE. Todavía hay quienes esperan la llegada de un nuevo presidente -¿AMLO?- para que la pesadilla acabe. Todavía hay quienes proponen una Mesa Única Nacional de Negociación, sabiendo expresamente que la reforma no es negociable, no ha sido negociable, no lo será, porque no nace de un error ni de una estrategia mal hecha, sino de una guerra para reconfigurar el Sistema Educativo Nacional. Quieren negociar lo innegociable, quizá porque en las negociaciones únicas sólo algunos ganan cosas puntuales.
Lo diremos llanamente: la reforma no es mejorable ni negociable, ES ABROGABLE. La reforma se planteó como una guerra de destrucción-reconstrucción; no como una política de Estado más o menos vendible. Frente a ella, todas las estrategias de Movilización-Negociación-Movilización (M-N-M), se revelan como inútiles o interesadas. Inútiles, porque no alteran los códigos genéticos de la reforma. Interesadas, porque continúan y preservan el poder que se ejerce sobre quienes protestan.
Quizá sea el momento de reconocer que lo primero que hay que hacer para acabar con la reforma, es cuestionar el modo como se ha concebido esta guerra y se han organizado las resistencias. En otras palabras: es necesario cuestionarnos sobre lo difícil que ha sido articular la potencia del NO a la reforma educativa, cuando nos encontramos, ni más ni menos, ¡en plena guerra!
Los autores de esta columna darán un Taller en Xalapa, Veracruz para los interesados en conocer más sobre la metodología de ANÁLISIS POLÍTICO. PULSA AQUÍ PARA INSCRIBIRTE.
* John Holloway, Cómo cambiar el mundo sin tomar el poder, Herramientas, Buenos Aires, 2002. Recuperado de:
Fotografía: notirey