Por: Javier Caballero Galván. Iberoamérica Social. 24/03/2018
El cambio de la noción “espacio”, ocurrida durante el proceso de modernización/colonización, modificará el estatuto que en principio tenía la utopía: de ser un relato predominantemente político-social, pasará paulatinamente a ser un horizonte espacial que condensará la materialidad requerida por el programa de dominio ontológico, epistémico y político con el que se construirá el sistema-mundo moderno.
No parece ser coincidencia que Tomás Moro publicara “Utopía” justo en los años en que Hernán Cortés iniciaba la conquista de México y Copérnico desmantelaba el sistema geocéntrico de Ptolomeo; en realidad, la modernidad despegaba sobre una contundente plataforma espacial que conformaría el andamiaje epistémico que posteriormente la caracterizaría. Así, utopía y modernidad se irán convirtiendo paulatinamente en sinónimos en los que prevalecerán los mismos relatos, los mismos procesos y los mismos claroscuros. Su consistencia teórica incluso será la misma, como también lo serán los métodos y estrategias que utilizarán para imponerse como estructuras hegemónicas de la vida social.
Hoy, la utopía ha dejado de ser lo que era y de representar un horizonte; su proyecto político, económico y social se ha tornado irrelevante y se le piensa como aquello que simple y sencillamente es irrealizable. Pero en cambio, podemos observar que su sentido espacial no sólo continúa reproduciéndose, sino que es la única forma en la que logra expresar su sentido. En efecto, pensamos que la estructura física del espacio, la ciudad y sus enclaves arquitectónicos, son representaciones fidedignas de la realización utópica que nos acompaña y que mantienen vigente su estatuto, su discurso y su promesa. Ciudades como Dubái, París o Singapur se erigen como referentes indiscutibles de lo que una aglomeración urbana debe ser, y son imaginadas como utopías consumistas en las que la escasez no aparece debajo de ningún puente. El espacio y el tiempo posmoderno1 emergen aquí exponencialmente, pero sin la consistencia que los configuraba como generatrices del proceso de modernización.
La utopía se hizo entonces otra y se hizo espacio. Incluso el tiempo, atrapado sin salida en un presente eterno, parece haber sido absorbido por éste. Hoy resulta indiscernible y altamente complejo separar la utopía de su dimensión espacial, pues ha quedado atrás la visión del teólogo humanista que la soñaba como representación de un horizonte político, social y económico: la sociedad sin conflictos y en grado extremo de perfección. Así que, al quedar únicamente como categoría espacial, se le congela en una ficción que se superpone a la condición de posibilidad que ofrece; tal vez finalmente venció el “no” sobre el “aún no” prometedor, que nos dice Bolívar Echeverría (1995), yace implícito en la palabra y en el espíritu progresista que la animaba.
Con todo, tal parece que esa dimensión espacial que de manera tan explícita nos rodea, no pudiera ser observada; es como si de tan obvia desapareciera, como si su grado de irrelevancia la volviera completamente invisible. Pero desde mi perspectiva, justamente en esa intrascendencia radica su poder e influencia, y como podemos constatarlo, se trata de una estructura capaz de colonizar el ser, el poder y el saber.
Si partimos pues, de la idea según la cual la utopía más que un horizonte social es un proyecto político de dominio, podemos preguntarnos: ¿Cómo la utopía adquirió su estatuto espacial si en primera instancia se le concibió como un proyecto a realizar? ¿De qué forma la utopía, desde su consistencia espacial, ha contribuido con la colonialidad del ser, del poder y del saber? ¿Se trata de otra colonialidad? Para contestar estas inquietudes, que al final, intentan explicar que el cambio en la concepción del espacio fue el responsable de otorgarle el carácter colonial a la modernidad, partiremos de tres relatos que entremezclados harán de la utopía un meta-relato espacial, a saber, la escatología judeocristiana, el “descubrimiento” de Abya Yala y la construcción del sistema heliocéntrico.
Enfaticemos, en primer lugar, que la utopía es fundamentalmente un meta-relato tal como lo concibe Lyotard (1994), es decir, un proyecto (discurso) que fundamenta y legitima las prácticas y las relaciones sociales, y un ethos regulado por la teleología que ello establece. En efecto, la utopía sostendrá -siempre en clave espacial- los esfuerzos sociales y políticos dirigidos a materializar la sociedad ideal que el proyecto moderno había prometido. Tomemos en cuenta que el orden, el progreso y la linealidad de la historia -que Lyotard comprende como los conceptos del meta-relato moderno- carecen de una sustancia material explícita; más bien se trata de nociones que tuvieron que utilizar productos derivados para concatenarse con las condiciones materiales de vida. Por ejemplo, el progreso utilizó la tecnología y la industrialización como nociones en las que pudiera constatarse que este meta-relato tenía materialidad. Por supuesto que la urbanización y la transformación del espacio fueron también instrumentos de objetivación y de materialización que proporcionaron la evidencia suficiente para probar la factibilidad del meta-relato.
En principio, estableceremos que la espacialidad de la utopía era secundaria, y que, a partir de los hechos históricos mencionados, se volverá radicalmente espacial. Si Moro había construido su relato pensando en una isla como localización imposible de su proyecto político, la reconfiguración espacial contenida en estos hechos modificará en gran medida el concepto mismo de utopía, esto es, tendrá a partir de entonces una connotación espacial intrínseca que, invisibilizada e inadvertida, coadyuvará en el proceso de colonización mundial. Tres serán entonces las herencias espaciales que le darán toda su potencia colonial a la utopía:
a) La escatología judeocristiana, según la cual, el cielo es un topos en el que se realiza la felicidad eterna y en el que se alcanza la perfección divina. Aquí no existe posibilidad alguna de cambio; es el espacio de lo estable y de lo fijo, de lo inmutable y lo imperecedero. Sabemos que el Renacimiento a pesar de haber colocado lo humano en el centro, lo divino siguió conformando parte de la vida cotidiana. Incluso los científicos y artistas del cinquecento usaron el relato bíblico como motivo e inspiración de sus obras más representativas. Dios continúo siendo el marco epistémico de la modernidad temprana, y como tal, mantuvo su lugar. Tanto Moro como todos aquellos que comenzaron a pensar en el “lugar mejor”, no lo hicieron sin el trasfondo del paraíso celestial. La utopía, bien podríamos afirmar, es la secularización de ese cielo, de ese espacio fijo en el que la sociedad vive eternamente y que subyacerá al relato político capitalista, socialista y comunista. La soñada sociedad “sin conflictos” requerirá de un espacio, el cual será depositado en la ciudad industrial que el siglo XIX verá crecer exponencialmente.
b) El “descubrimiento” de Abya Yala2, el cual no sólo expandirá el espacio global conocido por Europa, sino que será la posibilidad de expandir su propio universo simbólico. La publicación del Mundus Novus de Américo Vespucio en 1503, se trenzó sin duda con la representación que Tomás Moro hizo de su Utopía, produciendo un imaginario que vería en Abya Yala una tierra propicia para el desarrollo de la sociedad “mejor” (¿tal vez como encuentro con paraíso perdido?), y a una Europa vieja, como metáfora de un pasado que pronto habría que sepultar. La espacialidad de Abya Yala pronto configurará un relato de tiempo que vinculará con la territorialidad. Aparece entonces el espacio del “pasado”, en el que se depositará el sustento civilizatorio tal como unos siglos más tarde lo hará Hegel, y el espacio del “futuro”, es decir, el espacio de la utopía, que pone la posibilidad material de crear un mundo de razón y justicia, un relato que justificará la aniquilación de la población originaria y legitimará la construcción de una cultura nueva, en un espacio nuevo.
c) Finalmente, la formulación del sistema heliocéntrico, y que tal y como lo menciona Diana Maffía en su Contrato moral (2005), era además de un “descubrimiento” científico una metáfora del desplazamiento de poder que el pensamiento religioso estaba sufriendo debido a la reforma protestante. Al mover la tierra del centro y colocarla como un planeta más que giraba alrededor del sol, Copérnico tácitamente le otorgaba un estatuto de ordinalidad que hizo suponer a más de uno que Dios nos pensaba entonces como una entidad más entre muchas otras. Este pensamiento fue llevado al extremo por Giordano Bruno, quién imaginó seres extraterrestres que habitaban más allá del universo observable; una idea admirable que manifiesta la forma en que la idea del espacio estaba cambiando. Así que la expansión hacia el infinito y la indiferencia que Dios mostraba con ello generó un espacio instantáneo -el aquí- que los jesuitas utilizarán como arma para contrarrestar el impacto del protestantismo3 (Echeverría, 2011).
Sinteticemos pues, lo que se ha expuesto: el cambio en la idea del espacio, motivado por los eventos históricos arriba referidos, modificaron el estatuto que en principio tenía la utopía, la cual, de ser un relato predominantemente político-social, pasará paulatinamente a ser un horizonte espacial que condensará la materialidad requerida por la modernidad. En este contexto, podemos observar la enorme distancia que existirá entre el discurso utópico primario y sus prácticas posteriores, que la marcarán como un eje fundamental del programa de dominio ontológico, epistémico y político con el que se construyó el sistema-mundo moderno/colonial.
En efecto, hemos que reconocer que la utopía reproducirá esta especie de colonialidad -hasta entonces sólo insinuada- en el espacio de la ciudad, la cual tendrá como fundamento las tres características enunciadas anteriormente: lo inmutable, obtenido de la escatología judeocristiana, impondrá un espacio estático que servirá como escenario de las relaciones sociales, políticas y económicas; la desvinculación temporal, referida al imaginario con el que se conquistó Abya Yala, que construirá siempre objetos que no contengan relación alguna con la memoria; y el aquí, motivado por el desprendimiento de la centralidad a través del heliocentrismo, que es el “aquí” europeo y que se trasladará a todos los rincones en los que se impuso la utopía moderna.
A partir de ello, podemos comenzar a construir la categoría colonialidad espacial, que desde mi perspectiva, antecede a la colonialidad del saber, del poder y del ser, y que permea toda la producción del espacio moderno tanto en el viejo como en el nuevo mundo. Desde luego habrá una multiplicidad de factores que determinarán tanto las producciones urbanas como las arquitectónicas, pero, aun así, podemos observar en cada una de ellas las tres características de esta especificidad colonial.
Pensemos por ejemplo en la narrativa barroca, según la cual la producción espacial tenía como objetivo crear el cielo en la tierra, deslumbrar la sensibilidad de los fieles con una ornamentación desmedida que les hiciera ver que el paraíso no era un mero discurso, sino una decisión que habría que tomar en el aquí y el ahora. Las imágenes ofrecidas por las iglesias -pienso sólo como ejemplo en San Carlo alle Quattro Fontane- fijaban el espacio en el devenir temporal para recrear el espacio postridentino; la fachada se “fugaba” en ondulaciones irreales que reproducían la eternidad y la promesa de una vida mejor.
Definitivamente el obscuro siglo XVII europeo, que terminará con la Paz de Westfalia y la espacialidad delimitada del estado-nación, fue un siglo de crisis y transición estabilizada hasta cierto grado por la espacialidad utópica que imponía su voluntad; así que la fachada diseñada por Borromini no era mero capricho formal, sino una forma de atenuar la disolución y suspensión del paradigma. En Abya Yala no será distinto, porque la fantasía provocada por la arquitectura prometerá un mundo que paradójicamente no estará ahí. Bien podemos observar en la obsesión novohispana la fijación, desvinculación y territorialización de la sociedad dentro de los márgenes impuestos por la utopía moderna; crear un cuerpo regulado por el dogma y un colectivo que comenzará a percibirse como sujeto escindido de la realidad.
LEER EL ARTÍCULO COMPLETO AQUÍ
Fotografía: Iberoamérica Social