Por: Timo Dorsch. Horizontal. 13707/2017
El dispositivo de la necropolítica contiene el poder legal y el ilegal en sí mismo. Este concepto ayudaría a comprender las dinámicas de la violencia generalizada en el mundo, y muy específicamente la que azota a México.
Un día después de que el periodismo mexicano fuera asesinado dos veces, se reunieron aproximadamente medio millar de personas afuera de la Secretaría de Gobernación, en la contaminada capital de México.
La multitud, para mi sorpresa, se quedó callada mayormente. Sin un estallido expresivo de rabia, enojo o dolor. ¿Será por la resignación ante un escenario en el cual nadie sabe quién será la siguiente víctima? ¿Será por la certeza aplastante que vuela sobre nuestras cabezas de que pronto lamentaremos una ausencia más? ¿O será por la colectividad individualizada en la que, aunque juntos, cada quien vive y sufre el dolor aislado del resto de la sociedad y por lo cual, al final, cada sector social atacado atiende solo sus propias heridas?
Entre las palabras de los oradores de esa tarde que alimentaron la tristeza pesada de todos los presentes, fue justo una pregunta que hizo Carmen Aristegui la que merece ser, creo, considerada como importante y urgente: «¿Quién es la autoridad y quién manda en serio?»
El México moderno se presenta como un laberinto mortal para los que buscan una salida de escape, para aquellos que buscan llegar a su centro con la finalidad de comprenderlo, tanto como para quienes simplemente quieren vivir su vida sin salirse ni enfrentarse. Y aunque parezca que nuestros esquemas para ver y entender se disolvieron en el aire, sí creo que son posibles algunas aproximaciones hacia un debate más profundo y amplio.
Joan Fontcuberta, «Guantánamo», 2006
La impunidad es el producto, no la causa
A pesar de que la violencia se incorporó en la cotidianidad de este país, no se expresa de manera homogénea ni en todos los espacios ni en todos los tiempos. Más bien varía. Eso quiere decir, desde luego, que hay un conjunto de elementos, factores, condiciones y circunstancias en los ámbitos político, cultural, económico y jurídico que en algún momento dado favorecen el surgimiento de aquella violencia. Estos, creo, se articulan y configuran en forma de red. Independientemente de si se tratase en un principio de una violencia patriarcal derivada en un feminicidio o una violación, o en la llamada narcoviolencia en contra de quien sea o de una violencia estatal-criminal en contra de voces incómodas.
Digo red porque desde hace mucho dejamos de saber quiénes son los responsables concretos de los crímenes, debido a una catastrófica impunidad que desenmascara a un Estado que supuestamente se preocupa por sus ciudadanos. Contraria a la visión convencional sobre la impunidad, recurro a la explicación de Rita Segato, quien escribe que no es la impunidad lo que causa la violencia, sino que es la violencia la que produce y reproduce la impunidad: «un pacto de sangre en la sangre de las víctimas» (Segato 2013: 28). Una impunidad que crea círculos financieros ilícitos sin precedentes en México –y en el resto del mundo–. Hablando de los mal llamados países en desarrollo, desde ellos salen anualmente flujos ilícitos mayores a toda la inversión extranjera directa y que exceden por mucho, además, la ayuda internacional al desarrollo (Pogge 2015: 16). En este ranking México ocupa el segundo lugar, detrás de China (Buscaglia 2015: 85).
¿Dónde está el Estado? Emerge el dispositivo de la necropolítica
El Estado, lejos de ser una entidad pareja y monolítica está compuesto por muchos «Estados», y la cuestión es ¿cuál Estado se nos presenta en el acto del crimen? Y si ese es un hecho duro, igual que la diversificación del crimen organizado, ¿cómo diferenciar entonces entre delincuentes tradicionales y funcionarios? La respuesta puede ser de utilidad, aunque sea «de manera casuística o una sutileza analítica» (Flores Pérez 2013: 330), pero en relación con sus efectos, a un nivel social y político, de hecho poco importa si el resultado es muerte, desprecio y opresión.
Es aquella sumisión de la vida bajo el poder de la muerte a la que el teórico poscolonial Achille Mbembe nombró necropolítica, y cuya característica principal no es la excepción sino la norma de la violencia letal ejercida por actores soberanos que pueden moverse en un contexto en el cual está suspendida, de facto, la ley. La necropolítica mexicana no cayó del cielo ni surgió del infierno, sino que es producto de una relación histórica y transformada entre el Estado, el crimen organizado y el imperativo mercantil que se presenta como motor de cualquier acción política basada en la dominación y el poder. La muerte, explica la teórica cuir-femenista Sayak Valencia (2016), se volvió un negocio lucrativo.
Es un contexto en el que las personas no poseen ni derechos ni protección. Los espacios creados sin ley en el marco de la necropolítica son controlados de una manera que permite la expropiación de territorios y cuerpos en favor de los actores soberanos. Su administración, desde luego, está subsumida bajo la lógica económica de la ganancia. Por consiguiente, explota a su población, a sus recursos naturales y a los medios de producción que se encuentran en cada territorio controlado. Administrar con una ratio económica significa, por ende, mantener y expandir el poder. El dominio sobre y mediante los cuerpos por medio de la violencia juega un papel decisivo aquí. Y ese es también uno de los rasgos distintivos entre la violencia del México contemporáneo y la violencia durante las dictaduras centro o sudamericanas. En ellas, las víctimas eran principalmente opositores y subversivos, junto con sus familias y amigos –blancos debido a sus actividades–; en México las víctimas pueden ser todas, todos, tanto por su actuar como por su no-actuar. En ambos casos la violencia arrojada sobre los cuerpos y las vidas cumple con un fin mayor: alimentar la máquina de guerra que no distingue y busca consolidar y aumentar el poder, acelerar la acumulación.
Repito, tenemos un Estado compuesto por muchos «Estados», dividido e incluso contradictorio, que se encuentra en asociación y amalgama con el crimen organizado. Los bordes que se solapan cambian según la geografía y según el calendario. De ahí nace y crece dicha red a la que llamo dispositivo. El dispositivo de la necropolítica. Aquí el término dispositivo se refiere a un territorio administrado de jure por el Estado, pero que de facto está atravesado también por otros actores hegemónicos junto con sus principios. Ambas fuerzas, estatales y no-estatales, remiten a un espacio concreto, a su población, pero ninguna de las dos posee completamente la hegemonía. Aunque sean distintos en su estructura y constitución, sí actúan bajo una misma lógica, puesto que ambos poderes forman parte de un sistema de dominación. Y según el caso y el contexto, el dispositivo puede cambiar, tomar los rasgos de un dispositivo patriarcal de la necropolítica o de un dispositivo neoliberal de la necropolítica, aunque en el fondo estén entrelazados intrínsecamente gracias a su lógica de poder, dominio y violencia letal.
Pasillos negros, panoramas inciertos
Visto desde la sociedad, el dispositivo de la necropolítica sirve para comprender su flexibilidad, su inestabilidad, su modus operandi de muerte que reúne en sí mismo el poder legal y el ilegal. Visto desde la estructura de poder, se presenta como algo indispensable, ya que las estructuras legales necesitan forzosamente a su supuesta contraparte para su compleción. Lo legal está subordinado bajo ciertas reglas políticas –siempre y cuando quiera ser parte del juego internacional, lo que en efecto quieren como ninguna otra cosa en el mundo–, mientras lo ilegal no lo es; no tiene que respetar ni reglas ni derechos, y puede proceder libremente. Esta es la sutileza analítica antes mencionada; no obstante, en sus consecuencias políticas aquel matiz no hace mayor diferencia.
Volviendo a la pregunta inicial de Carmen Aristegui, quizá ya no se trate tanto de descifrar quién es la autoridad y quién manda en serio, sino de ¿cuáles son los factores en cada lugar que posibilitan el surgimiento de un dispositivo de la necropolítica?
Es indispensable contestar. Si el país no cambia su rumbo, perderemos aún más vigilantes de la sociedad, que es lo que son sus periodistas. Sin vigilantes no habrá periodismo. Y sin un periodismo narrativo ya no quedará nada ni nadie, siguiendo la anécdota de Diego Enrique Osorno (2015: 33), que allane el camino para que la gente piense y entienda su entorno social.
Referencias
Buscaglia, Edgardo (2015). Vacíos de poder en México. Cómo combatir la delincuencia organizada, Ciudad de México, Grijalbo.
Flores Pérez, Carlos Antonio (2013). Historias de Polvo y Sangre. Génesis y evolución del tráfico de drogas en el estado de Tamaulipas, Ciudad de México, CIESAS.
Osorno, Diego Enrique (2015). La Guerra de Los Zetas. Viaje por la frontera de la necropolítica, 2ª. ed., Ciudad de México, Grijalbo.
Pogge, Thomas (2015). «Illicit Financial Outflows as a Drag on Human Rights Realization in Developing Countries», en Global Financial Integrity (2015). Illicit Financial Flows: The Most Damaging Economic Condition Facing the Developing World. Disponible en: http://www.gfintegrity.org/wp-content/uploads/2015/09/Ford-Book-Final.pdf, pp. 7-19.
Segato, Rita Laura (2013). La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez. Territorio, soberanía y crímenes de segundo estado, Buenos Aires, Tinta Limón.
Valencia, Sayak (2016). Capitalismo Gore. Control económico, violencia y narcopoder, Ciudad de México, Paidós.