Por: FELIPE ALCARAZ MASATS. Mundo Obrero. 16/09/2018
En la novela de H. G. Wells, El hombre invisible, la invisibilidad no es una marca de inexistencia, sino todo lo contrario, es un poder. Es una forma potente a través de la cual el hombre marca su presencia por medio de la ausencia. Son las viejas habilidades del poder patriarcal.
En la mujer la invisibilidad también es la expresión de un poder, pero no de la mujer traslúcida, sino de ese patriarcado que las hace desaparecer con su mirada disolvente.
Ese patriarcado que las ha nimbado de un prestigio suicida: la mujer discreta, callada, silenciosa, en segundo término siempre, que no habla y de la que no se habla, que apenas existe salvo como costilla de un centro que todo lo recorre. Ya lo había dicho María Teresa León: A veces lo silencios son más peligrosos que las balas del enemigo.
Y ese silencio suele ir asociado a marginalidad, a pobreza, a entidad inconsistente casi siempre sin historia y sin techo, aunque a veces viva bajo el techo escriturado a favor de otros. Aunque a veces viva en un escenario histórico escriturado a favor del héroe.
Ni siquiera como antiheroína tiene la mujer sitio en la historia o la literatura. Existe el antihéroe, pero no la antiheroína.
Contra esta no mirada, o mirada que traspasa, se va a encadenar una de las revoluciones más amplias de la historia moderna; se está encadenando. Son esas mujeres, con conciencia de serlo, que han descubierto que lo personal es también político, y que hay que desenredarse de los tentáculos disolventes del amor romántico (mientras las mujeres amábamos, los hombres gobernaban, dijo Kate Millet).
Son también esas mujeres invisibles, sin techo, que palpitan sin ser vistas en los centros consagradas de las ciudades históricas. Son esas mujeres, heroicas sin saberlo, que sintetizan la ajenidad y explotación en su grado más dramático: la pobreza tiene rostro de mujer. La pobreza, la explotación, la marginalidad, la dominación.
El cerco es duro. Porque es verdad lo que han gritado el 8M de 2018 (ese 15M violeta): si ellas se paran, el mundo se detiene y deja de funcionar. Y quizás aquí está la base de todo, la matriz profunda: el trabajo no pagado de las mujeres, gracias al cual el Estado puede gastar en cañones y crear pudrideros de apropiación; gracias al cual la plusvalía aumenta exponencialmente. Y para ello han creado una derrota que convertía la dominación-desaparición de la mujer en biología. Hasta que vino (tras Kollontai) Simone de Beauvoir y dijo aquello de que la mujer no nace; de que la mujer en sí no es algo biológico; y que la mujer para sí, con conciencia de serlo, es uno de los motores clave de toda revolución.
De eso he intentado escribir en La mujer invisible, que se ha publicado en el mes de junio. Como un simple aliado. O quizás cómplice.
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Fotografía: Mundo Obrero