Por: Maruan Soto Antaki. Nexos. 02/08/2017
En cualquier país democrático se esperan tres elementos esenciales para construir el debate: la versión oficial, el trabajo periodístico y el discurso popular. Sin confrontación entre ellos, el diálogo se transforma en múltiples monólogos.
Cuando se duda de las afirmaciones de un gobierno, se necesita el periodismo. Cuando se duda del periodismo, se necesitan ciudadanos. Cuando tampoco el ciudadano les cree a sus pares, se deshace la perspectiva de la historia.
En un país donde nadie le cree a nadie, qué verdad es cierta.
México ha vivido demasiado tiempo dentro de la bipolaridad de los discursos. Entre hechos que son y no son dependiendo de quién los diga. Inmerso en un lenguaje que no dice, o lo que dice lo hace sin saber. Sin pensar, sin importar las consecuencias.
Al debate le hemos dado virtudes que no siempre son absolutas, y le hemos quitado una imprescindible. Nos convencimos de que a través de él solucionaremos las desgracias de los pueblos. Quizá, en su nivel más realista, apenas nos acerquemos a algo tan importante como eso. Posiblemente más, dentro de la historia. En el debate es probable que sólo logremos entender las tragedias, antes de encontrar las vías para solucionarlas. No es poca cosa, pero tampoco es la apuesta al tiempo donde descansa la memoria. En el presente, ¿cómo se construye lo que pasa en un país si la realidad se diluye entre visiones?
Abdicamos a la verdad cuando empezamos a darle más valor a lo que ahora llaman la narrativa de los eventos, que a los eventos. Es lo que se cuenta, lo que se quiere contar. ¿Cuál permanencia cabe en la mirada de un país en el que cada quien decidió sólo darle peso a su punto de vista? No es lo que sucede en México, es lo que se dice a sí mismo, convencido, que está sucediendo en México. Ningún lugar es ajeno a la subjetividad, pero aquí, como a la mentira y a la corrupción, la institucionalizamos sin darnos cuenta que al hacerlo le quitamos valor a la opinión.
Al darle a la opinión el rango de hecho, no sólo perdimos la virtud del saber, dejamos de lado la relevancia de lo que la gente opina. Minimizamos hasta el desprecio lo que se cree, como si los ánimos no fueran el motor de las sociedades.
En la ausencia de intercambio, unos dirán que en México las cosas pasan de una manera y otros de una más. Siempre irreconciliables. Llegamos al punto en que es imposible contar con la decencia para que a través de ella se den las coincidencias. En la pérdida de piso común y la relativización más grande, he criticado cómo en México un torturado o varios masacrados pueden ser víctimas o merecedores de la barbarie. Cómo un muerto por negligencia pasa a ser simple accidente. Éste es el país de las casualidades. No, el piso común de la decencia figura muy poco en esta tierra.
Después de décadas de gobiernos oscuros, éstos creyeron que en las trampas del lenguaje perpetuarían la vocación de dar vacíos que sonaran a respuestas, y nosotros los aceptaríamos. El político mexicano asumió que el discurso servía para evadir antes que para decir. Soy incapaz de recordar la declaración de más de un puñado de funcionarios exenta de lo contrario. Fracasamos, no les creemos, pero tampoco hemos tenido la fuerza para enfrentar los discursos que no tienen consecuencias, porque no las reclamamos y si las reclamamos queda la posibilidad de ignorar y dar la vuelta. Luego de años de una prensa controlada, le vino una más resistente a la que igual no se le cree si no se coincide con lo que investiga, o cómo lo investiga. Se juzgarán intereses ocultos a mansalva porque el prejuicio ya se ha impuesto. Si un periodista dice algo, es falso. Si su contraparte dice lo mismo, verdadero. También nos dimos cuenta de que algunos de esos que no tenían intención de investigar, se habían impregnado tanto de la norma que no necesitaban hacerlo. No estoy seguro de la afirmación en la que los medios o políticos son los únicos responsables de que la opinión de los ciudadanos se haya transformado en un producto, y nosotros en consumidores de opiniones más que ciudadanos. Guardo la duda en que parte de esa metamorfosis tenga en nuestra indiferencia algún lugar. Si en las reacciones frente a la violencia hemos probado la poca importancia que le damos al otro, cuál le daremos a lo que ese otro piensa, lo que cree, o lo que siente.
Éste es un país donde nadie se convence de la empatía de un gobernante, cualidad que aquí les cuesta como en casi ningún otro, y creo que conozco varios, y la mayoría de los que ocupan mi tiempo son peores a éste. ¿Cómo nos las arreglamos para darnos el lujo de tener políticos tan poco sensibles a la opinión de la gente? Es el país donde antes y después de la alternancia, políticos e instituciones, medios, organizaciones, colectivos y ciudadanos hemos fallado al establecer vínculos y conectar entre políticos, instituciones, medios, organizaciones, colectivos e individuos.
No pienso en la uniformidad. El consenso es lo menos democrático, niega la disparidad, pero, ¿en qué momento perdimos el piso ético con el que opinaríamos y reaccionaríamos, aunque sea algo parecido, ante la corrupción y las violaciones de derechos humanos? En todos los países hay subjetividades, en casos de alarma muchos tienden al acuerdo mínimo. Nosotros no.
En esa gigantesca falla de diálogo, en el divorcio entre partes que no se han encontrado, está la imposibilidad de formar una opinión que sobrepase sus límites. Los que se quedan en la persona o en los grupos de personas afines, y de los que si se saliera, varias de las cosas que resultan inadmisibles podrían ser pensadas para un beneficio compartido. Sólo que en México lo compartido es demasiado individual.
En mi país los gobiernos no escuchan a los medios. ¿Qué pasó para que los escándalos de corrupción, cubiertos en todos los posibles, no tuvieran consecuencias inmediatas? Será la falta de vergüenza y empatía, pero más la capacidad magistral de restarle importancia al valor social del periodismo. Otras veces, algunos medios, sobre todo los impresos, se hicieron defensores de lo que los gobiernos, por el lugar que ocupan, no pueden defender. Las planas se imprimieron bipolares, amparados en una frágil pluralidad, columnistas espetan contra el trabajo de otros columnistas. Ninguno le responde al otro y menos aún, excepciones memorables, renuncian a los diarios que atentan contra sus principios.
Aunque no faltará quien diga que no existen, he visto funcionarios que quieren escuchar a los ciudadanos, pero no saben establecer las vías. Perdieron de manera absoluta la legitimidad para ello, desgraciadamente. Eso no es buena noticia para nadie. En éste, el país que no quiere los absolutos y le cuesta aceptar que las tragedias son tales, donde en la infinidad de matices nada es blanco o negro, hay un blanco y negro en la relación de quienes se tienen que escuchar. ¿Por qué la resignación se ha transformado en el denominador común de quienes viven como pueden?
Los empresarios que se interesan en temas sociales buscan un conducto a través de políticos. La poca relación ciudadana de éstos sólo alcanza para separar aún más a los interlocutores. Entonces no falta, y con razón, el político que defienda su característica ciudadana. Eso son. Sin embargo, es difícil encontrar un ciudadano que sienta la confianza de hablar con un político.
Aquí, decir ciudadanos es tan amplio que termina por decir poco. Las discordias parecen sectarias y las afinidades van de lo más serio a la frivolidad. Se está juntos por pensar lo pensable, se está juntos por el rechazo a un tercero, aunque eso sea lo único en que se coincida. ¿Cómo es posible que, salvo casos esporádicos, las violaciones a derechos humanos terminen en las preocupaciones de unos cuantos?
Con ese escenario, de no estar equivocándome, el diálogo para entender lo que pasa se adivina descartado. ¿Cómo formarse una opinión de este país? La que resulta del balance entre versiones.
Creímos que con la posibilidad de los datos, de cruzar variables, analizar y demostrar, podríamos iniciar un intercambio a través de lo evidente. Olvidamos que frente al desdén y la poca voluntad de prestarles atención, en México las cifras también se descartan como si los números fueran un leguaje extraño. Decía voluntades, pero hablar de voluntarismos cae en un optimismo que no se me da. La estructuración de la indolencia se ha convertido en enemiga de la democracia. Empecinados en hacer de ésta patria exclusiva de las urnas, aún no hemos logrado vivir en una tan llana donde el ir y venir de la palabra, las posibilidades de las partes, sean materia esencial de la construcción democrática para que la opinión encuentre el equilibrio y su lugar en el espíritu formador de un Estado.
La mirada que los pueblos tienen de sí mismos a menudo está en lo que queda del debate en los tres niveles de discurso: gobierno, periodismo, ciudadanos. Dos jugadores del nivel intermedio tienen la mayor responsabilidad. Analistas, grupos intelectuales y opinócratas podríamos dejar de escribir y hablar para nuestros pares. No nos hemos escuchado. Deberíamos dejar de subestimar a quienes no comparten espacios, abandonar la simplificación que tal vez sin darse cuenta —espero— insiste en que las audiencias son limitadas. Nosotros, en nuestra soberbia, parecemos idiotas. Nadie allá afuera.
El periodismo posee las herramientas y el lugar para ser el punto de equilibrio en el que toda propuesta ciudadana, con la fuerza que todavía no tiene la ciudadanía ni el periodismo, haga eco en las tribunas más altas. Su posición es privilegiada pero no ha sabido ser contrapeso a los poderes, no para imponerse sobre ellos, para balancearlos. El cuarto poder no ha existido en México. Ahora tiene que sortear el aprendizaje que tuvo en otros países para mostrar que sus errores le dejaron algo. Es el enlace entre bases, sentires, argumentos y realidades. Es la joya de la democracia, por eso hay que cuidarla desde arriba y desde abajo. Adentro, ética. Esa es su receta.[*]
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Fotografía: marficom