Por: Luis Casado. Other News. 23/01/2018
Anda, confiesa que visto el título, durante breves microsegundos, en lo más arcano de tus sinapsis neuronales, pensaste: “Ya está, este menda se puso a escribir en lenguaje de ex-perto, cayó en el salmigondis académico, en el guirigay para guiris, un galimatías digno de la genealogía del crucificado, finalmente es como todos, llegó el momento en que empieza a tomarse en serio y a dar el coñazo”. Confiesa.
Hay títulos de ensayos, notas, crónicas, estudios, tesis, tesinas y memorias, para no hablar de mis paridas, que lo dicen todo. Si para más inri el título es pomposo, ostentoso, solemne y críptico, funges de ex-perto pero nadie te lee y pasas piola.
La verdad es que solo quiero abordar el tema de la corrupción, de la venalidad, de la desvergüenza, del ‘caradepalismo’, de la desfachatez, de la procacidad, del impudor, de la desenvoltura y el desparpajo. Vasto programa diría Mon Général.
Hace tiempo comprendí que acumular dinero como Rico McPato es una forma de neurosis, el producto de un desequilibrio de la cafetera. Si mi memoria no me traiciona y la comprensiva me asiste, Freud pretendía que la silogomanía, el desorden obsesivo compulsivo que consiste en coleccionar objetos más allá de su utilidad o de la posibilidad de usarlos, es el resultado de un complejo anal.
Por ahí leí que para Freud el estadio anal (entre 2 y 3 años de edad), “se caracteriza por la posesividad. El placer está ligado al funcionamiento de los esfínteres. La inversión en materias fecales hace de modo que el producto sea tratado como un valor”.
De ahí a decir que más allá de un millón de dólares el dinero es mierda hay solo un paso. En buen romance quiere decir que Luksic, por ejemplo, vive en un zurullo de US$ 15 mil millones. Aun levantándose a las 03:00 hrs. de la mañana, Andrónico no conseguiría medir el mojón. Ni siquiera usando el teorema de Tales que –según Herodoto– le permitió al matemático griego calcular la altura de la pirámide de Keops.
Más allá de algunos cientos de millones que no te puedes ni comer, ni consumir, y ni siquiera logras contar, lo que cuenta en realidad es el poder. El deseo de ejercer un dominio irrestricto sobre tus semejantes. Ello exige tener a tu servicio una recua de esbirros incondicionales. Para eso sirve el dinero.
Ahí me acordé de Proudhon. Para más señas, de un libro que habla, –más bien critica–, a Proudhon: Miseria de la Filosofía, de un cierto Karl Marx, originario de Tréveris, pueblito que se sitúa a 9 km de Luxemburgo, a 35 km de Francia, y a 50 km de Bélgica. Lo preciso porque Karl Marx y su amigo Friedrich Engels solían cachondearse de los prusianos describiéndoles como teutones primarios.
Hijo de Childerico, rey de los sicambros, un pueblo germano establecido en ambas riberas del Rin, Clovis fue el primer rey de los Francos. No es muy sabido, pero los principados y reinos germánicos de la ribera derecha del Rin estuvieron mucho tiempo bajo influencia francesa y no apreciaban en demasía a los prusianos. Si no me crees, pregúntale a Napoleón o, en estricto rigor, a Charles Maurice de Talleyrand-Périgord.
Con esto no quiero decir que Marx fuese francés, pero Miseria de la Filosofía, libro publicado en París y Bruselas en junio del año 1847, fue el único libro que Karl escribió directamente en el idioma galo. Tu me comprends… Nada más comenzar la lectura, caes en un pasaje que vale el desvío. Marx escribe:
El intercambio (de mercancías) tiene su historia. Pasó por diferentes fases. Hubo una época, como en la Edad Media, en la que solo se intercambiaba lo superfluo, el excedente de la producción sobre el consumo.
Hubo otra época en que no solo lo superfluo, sino todos los productos, toda la vida industrial pasaron al comercio, en que toda la producción dependía del intercambio.
Vino por fin una época en que todo lo que los hombres habían mirado como inalienable devino objeto de intercambio y de tráfico, y podía enajenarse. La época en que las cosas que hasta entonces se comunicaban, pero no se intercambiaban; eran donadas pero nunca vendidas; eran adquiridas pero nunca compradas –virtud, amor, opinión, ciencia, consciencia, etc.– todo en suma, pasó a la esfera del comercio. La época de la corrupción general, de la venalidad universal, en donde, para hablar en términos de economía política, la época en que cada cosa, moral o física, devenida valor venal, fue llevada al mercado para ser apreciada en su justo valor.
Mira alrededor y lo ves ante tus ojos encandilados: se venden leyes, mejor aún, se venden legisladores. Congresos enteros. Se alquilan y/o se pignoran gobiernos y jefes de gobierno. Se negocian lealtades y principios. Las convicciones fueron sustituidas por los intereses. Eminentes hombres y mujeres públicos –en el peor sentido de la palabra– aseguran sin sonrojarse que en ello no hay nada ilegal. Antaño los partidos políticos producían ideas: ahora producen dividendos.
Los acumuladores de dinero disponen de un vasto mercado en el que pueden usar la riqueza –que no pueden consumir de otro modo– comprando políticos. O comprando el poder. O ambos.
François Mitterrand, cuando llegó a la cabeza del partido socialista francés en el año 1971, pronunció un discurso que sonó como un eco a las palabras de Marx:
El verdadero enemigo (…) es el dinero que corrompe, el dinero que compra, el dinero que aplasta, el dinero que mata, el dinero que arruina y el dinero que pudre hasta la consciencia de los hombres.
Los políticos-mercancía se sienten orgullosos, visto que Freud sostenía que “La inversión en materias fecales hace de modo que el producto sea tratado como un valor”.
Pero ocurre que los acumuladores de dinero, los desequilibrados de la cafetera, osen erigirse en hombres de status. Silvio Berlusconi inauguró la era de psicópatas jefes de gobierno. Por esa puerta se deslizaron poco más tarde Sebastián Piñera y Donald Trump.
Privilegio nuestro: bajo el imperio del dinero estamos gobernados por los esfínteres.
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Fotografía: Other News