“Hay una desconfianza, hacia ese poder debido a su opacidad y secretismo global”[1]
Jorge Salazar García. 20/05/2019
En el mundo político la existencia de equilibrios entre los tres Poderes formales constituye la esencia de la Democracia y un dique a los abusos de autoridad. Funciona cuando ningún Poder se impone ni invade la autonomía de los otros. La única superioridad obligados a acatar es la establecida en los artículos 39, 40, 41, 133 y 136, relativos a la soberanía popular, a la forma de gobierno, a la supremacía de la Constitución Federal y a su inviolabilidad. Si algún Poder usurpa esa primacía constitucional todo el sistema político entra en crisis, afectando sobre todo al más débil. En México nunca ha existido ese equilibrio, no obstante las crisis fueron atemperadas por el Ejecutivo quien, actuando como “fiel de la balanza”, mantenía una pragmática estabilidad política apoyado en el principio positivista de premios y castigos, resumido ingeniosamente en la frase popular “Plata o Plomo”. Eso fue posible durante todo el siglo pasado debido al profundo respeto que la figura presidencial inspiraba en los mexicanos. Poco a poco, al evidenciarse a quién beneficiaba ese presidencialismo aquella veneración popular por el tlatoani se diluyó. Dicha descomposición se aceleró a partir del sexenio de Miguel de la Madrid (1982-1988) cuando este anula por completo la AUTONOMÍA de los otros poderes para imponer a la Nación a Carlos Salinas de Gortari, monstruoso destructor de lo social y eficiente siervo del poder económico.
Desde entonces, por medio de sus títere neoliberales (Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y Peña Nieto) los grandes empresarios secuestraron para sí a los tres Poderes del Estado. Las consecuencias las seguimos padeciendo: discriminación, pobreza, contaminación, deforestación, endeudamiento, inseguridad, secuestros, asesinatos, etcétera. Todo un panorama trágico producto de la injusticia, impunidad y corrupción institucionalizadas. Para no caer en el abismo, treinta millones de agraviados apostaron al cambio y por primera vez en 90 años se respetó su decisión. El pasado 1 de julio el pueblo depositó el Poder legislativo y Ejecutivo en MORENA. Sin embargo, a seis meses de aquella gesta democrática, los criminales de cuello blanco (amarillo, azul y rojo) NO se han sido separados de la ubre y mantienen una estratégica trinchera en un PODER JUDICIAL corrupto, nepótico y arrogante que esgrime una muy conveniente autonomía ante el Poder ejecutivo para proteger a quienes les pusieron donde están.
El neoliberalismo acabó con el escaso prestigio de las instituciones, produciendo el miasma que aún nos ahoga. A nuestro barco le hicieron grandes boquetes por donde siguen colándose las aguas sucias, aquellas que todo lo infectan. A medio año de arribar al Poder un partido de oposición, sigue percibiéndose olores de drenaje que se cuelan por las rendijas aún sin tapar. Por supuesto, hay voluntades enfocadas a ese fin, pero se pierden en la batahola cortesana y en las “negociaciones” parlamentarias.
El poder judicial perdió legitimidad, si alguna vez la tuvo, al dictar resoluciones siempre favorables a la clase empresarial (criminales incluidos) que más dinero mostraba. Jueces, magistrados y ministros fueron convertidos en los cancerberos del capital, dejando al ciudadano inerme frente al poderoso. Por doquier, dentro de la estructura del Poder judicial, permanecen personajes corruptos e insensibles prestos para servir a sus amos. La Suprema Corte de Justicia de la Nación, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, los Tribunales Colegiados y Unitarios de Circuito y Juzgados de Distrito, así como del Consejo de la Judicatura Federal y sus órganos auxiliares rebosan de indignidad cuando sus integrantes pierden por completo su sentido de justicia.
Ya el senado reformó el art. 118 de la Ley orgánica del poder judicial dotando al Consejo de la Judicatura de más atribuciones el lo referente a la movilidad de los jueces, buscando evitar o disminuir su nepotismo y cacicazgos regionales. Tal medida, sola, NO acabará con la corrupción ni asegurará justicia pronta, expedita e imparcial para el ciudadano; conseguirlo, requiere de otras medidas, tales como la vigilancia social, considerar delito grave las resoluciones opacas, inhabilitar de por vida al juzgador, confiscar sus fortunas, pagar por daños e imponerles cárcel de ser necesario. De ningún modo se debe tolerar la transgresión de la ley por quienes tienen la obligación de salvaguardarla. No puede negarse, la reforma es un avance y habrá funcionarios decididos a ajustarse a la legalidad pero también habrá otros que permanecerán atrincherados en su conveniente “autonomía” esperando servir a quién los puso ahí o les unte más dinero en sus manos.
[1] Janine Otalora, extitular del Tribunal Electoral del Poder de la Federación (TEPJF).