Por: Jaime Rafael Nieto López. Iberoamérica Social. 05/07/2018
Resumen: Este artículo intenta dar cuenta de los procesos de reconfiguración reciente del territorio en Colombia en los marcos del entrecruzamiento entre los procesos de globalización neoliberal, el recrudecimiento de la guerra a finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI y las experiencias de resistencia social y comunitaria. Comprender estas lógicas y las fuerzas sociales y políticas que le subyacen es fundamental en la coyuntura política y social actualmente en curso en el país tras la firma del Acuerdo Final de Paz entre el Gobierno del Presidente Juan Manuel Santos y la insurgencia de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), puesto que nos permite dimensionar el tamaño, la complejidad, los retos y las posibilidades que este Acuerdo de Paz, concebido precisamente como paz territorial, debe encarar.
Palabras Claves: Territorio, guerra, capital, resistencia, paz.
Desde finales del siglo XX hasta hoy, Colombia asiste a un proceso creciente de reconfiguración territorial. Es claro que al hablar del territorio hoy, no es lo mismo que hablar de la tierra como se hizo hasta los años setenta del siglo pasado. Si bien la tierra ha sido históricamente un eje estructural del conflicto social y armado, especialmente en las zonas agrarias del país, hoy la conflictividad rural se ha hecho mucho más compleja, involucrando dimensiones que tienen que ver con lo socio-ambiental, con modos de vida, con la identidad y con la autonomía de pueblos y comunidades. La noción más amplia de territorio hace posible poner en juego todas estas dimensiones a la hora de dar cuenta de los múltiples y complejos conflictos que configuran lo rural y lo dinamizan.
Con el propósito de comprender las dinámicas sociales, económicas, políticas y culturales de las sociedades del capitalismo dependiente en los umbrales del siglo XXI, el territorio se ha convertido en una de las categorías centrales de las ciencias sociales en América latina3. Este “giro territorial” en el discurso académico está asociado con la importancia cobrada por el territorio en relación con los procesos contemporáneos de globalización, reconfiguración de poderes y resistencias y la producción de identidades culturales (Jiménez & Novoa 2014, p. 9). Este artículo intenta dar cuenta de los procesos de reconfiguración reciente del territorio en Colombia en los marcos del entrecruzamiento entre los procesos de globalización neoliberal, el recrudecimiento de la guerra a finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI y las experiencias de resistencia social y comunitaria. Comprender estas lógicas y las fuerzas sociales y políticas que le subyacen es fundamental en la coyuntura política y social actualmente en curso en el país tras la firma del Acuerdo Final de Paz entre el Gobierno del Presidente Juan Manuel Santos y la insurgencia de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), puesto que nos permite dimensionar el tamaño, la complejidad, los retos y las posibilidades que este Acuerdo de Paz, concebido precisamente como paz territorial, debe encarar.
Inicialmente se parte de una mirada panorámica, de larga duración, en la que se destaca la configuración del territorio en referencia a la política y los procesos económicos y sociales dominantes en Colombia, en la que se subraya la debilidad histórica del Estado tanto en la configuración de un orden político nacional como en la capacidad para articular los diferentes intereses económicos-corporativos y territoriales de las clases dominantes. Luego se presentan los procesos recientes de reconfiguración violenta del territorio en la amplia geografía del país como producto de la imbricación entre los procesos de globalización y las nuevas fases de la confrontación armada. Posteriormente se presentan algunos tópicos en referencia a los procesos de resistencia territorial protagonizadas por las comunidades territorializadas de las poblaciones indígenas, negras y urbanas; y finalmente, las conclusiones.
Territorio, Estado y Sociedad: una mirada histórica
Desde el punto de vista de la formación histórica del Estado, podríamos decir que la experiencia colombiana es mucho más cercana a situaciones históricas de estatalidades estructuralmente débiles, que a aquellas correspondientes, en sus múltiples variaciones, a las de los países del capitalismo central. Aquí cabe destacar, por ejemplo, la debilidad histórica del Estado, que encierra un conjunto de problemáticas y conflictos históricamente insuperables, tales como, por ejemplo, su precaria presencia en el territorio (la existencia aún de territorios no estatalizados); la ausencia de un proyecto cultural hegemónico de nación y la exclusión histórica del mismo de pueblos y comunidades etno-culturales por las élites desde el siglo XIX; la precaria o inexistente institucionalidad estatal para la regulación de conflictos, la construcción de consensos y la producción del orden; y, sobre todo, el precario ejercicio del monopolio de la coerción por parte del Estado en el territorio de la nación. Algunos autores, siguiendo la senda histórica europea, hablan optimistamente de estos conflictos y sus manifestaciones violentas como procesos inevitables hacia la construcción final del Estado-nación en Colombia, como si se tratara de procesos “inconclusos” o “deformaciones” del modelo clásico y no de procesos histórico-políticos insuperables en los marcos del proyecto de Estado y de nación llevado a cabo por las clases dominantes.
Para el caso colombiano, el precario monopolio de la fuerza legítima por parte del Estado, está en la raíz de la situación de violencia y de confrontación armada que ha marcado al país en su larga trayectoria hasta hoy. No se trata de una situación de carácter coyuntural, ni de una fase hacia la construcción gradual del Estado (Gonzáles, 2014), sino de una situación históricamente constituida. Se trata de una dimensión central de la debilidad estructural, crónica, del Estado, que se expresa de manera persistente bajo diferentes formas y determinadas coyunturas cruciales constitutivas de la realidad colombiana. La guerra por el orden que históricamente ha desplegado el Estado en su pretensión de soberanía sobre el territorio de la nación, y su contrapartida, las guerras por desafiar ese orden pretendido, bien sea según la lógica de inclusión o de destrucción del mismo4, que han marcado la historia republicana colombiana desde los albores de las guerras de independencia del dominio colonial español en el siglo XIX hasta el presente, expresan esta precariedad en el ejercicio de la soberanía weberiana.
A diferencia de la experiencia europea en la que la guerra es la “partera” del orden estatal soberano, en Colombia, la guerra ha sido también el mecanismo de impugnación del orden. El Estado surgido después de la independencia del dominio colonial español fue un Estado política y territorialmente fragmentado, no sólo débil en el ejercicio monopólico de la fuerza en el vasto territorio de la nación, sino ausente en muchos espacios de este territorio. Como suele anotarse, históricamente en Colombia ha existido más territorio que Estado (Uribe, 2002).
Hay que decir que tanto la pervivencia de la guerra como la fragmentación del poder (corolario la una de la otra), no significa, sin embargo, ni que Colombia como sociedad nacional se encuentre en estado permanente de disolución ni que el Estado se encuentre siempre ad-portas de colapsar. Por lo demás, aunque suene paradójico, hay que recalcar que este estado de guerra permanente ha posibilitado desde mediados del siglo XIX hasta mediados del siglo XX, la integración política nacional casi hegemónica, aunque escindida, por mediación de la arraigada ideología sectaria de adscripción partidista, liberal-conservadora; y a partir de la segunda mitad del siglo XX ha servido como instrumento de legitimación del orden en el intento por contener cualquier manifestación de protesta o de resistencia civil o armada bajo la ideología contrainsurgente.
Históricamente, la guerra también ha sido funcional al orden, aunque precario e inestable. El hecho real es que el orden político en Colombia, cuya expresión directa es el ejercicio limitado y débil de la soberanía estatal nacional, sólo ha sido posible gracias al reconocimiento y la coexistencia de esos poderes regionales constituidos y no pasando por su abatimiento5. En Colombia, como en muchos otros países de América latina, las clases dominantes y el Estado han podido conjugar a su manera la centralización política, aunque débil, con el arraigado regionalismo de las élites dominantes. Como bien lo anota José Carlos Mariátegui para el caso peruano: “El gamonalismo dentro de la república central y unitaria, es el aliado y el agente de la capital en las regiones y en las provincias. De todos los defectos, de todos los vicios del régimen central, el gamonalismo es solidario y responsable”. (Mariátegui, 1995). A la postre, la centralización política que reclama el ejercicio de la soberanía estatal ha devenido históricamente en un pacto tácito, a veces explícito a través del orden constitucional, en los que el poder central logra articular, aunque de manera desigual, precaria e inestablemente, los diferentes poderes locales o regionales pervivientes en el territorio.
Esta fragmentación del territorio de la nación no sólo expresa las disputas entre poderes locales o regionales dominantes, sino también entre el Estado central con pretensión de soberanía y las élites regionales, contra poderes disidentes de las élites o expresiones colectivas en resistencia frente a ellas. Los territorios vastos y “vacíos”, de los que comúnmente se habla, lo eran y lo continúan siendo en referencia al poder de Estado, o de la institucionalidad estatal central, como también de las redes políticas de poder local o regional. Se trata en muchos casos de territorios históricamente construidos por fuera del referente estatal o del proyecto cultural hegemónico o, incluso, de las formas de economía dominante; o, en otros casos, se trata de territorios “nuevos”, ocupados o colonizados por población “en fuga” de las redes de dominación colonial, oligárquica o racista6. En fin, se trata de territorios otros7, “llenos”, plenos de vida política, cultural y económica, por fuera de las redes oligárquicas de poder nacional o local constituidos, el lugar histórico territorial de las resistencias que ha acompañado de manera persistente el lugar institucionalizado de los poderes.
Por otra parte, puede decirse que con respecto a la configuración socio-económica, un eje estructural del capitalismo histórico en Colombia después de los procesos de independencia en el siglo XIX, común a la experiencia histórica de los países latinoamericanos, tiene que ver con el hecho de que se configura en los marcos y en función del sistema capitalista mundial, cuya estructura básica como sistema-mundo se había configurado desde el siglo XV de manera jerarquizada en la que se estructuran economías centrales y dependientes, según la temprana geografía mundial del capital. Según Jaime Osorio: “La lógica del capital, en su despliegue en tanto sistema mundial, termina generando diversas formas de capitalismo o capitalismos particulares, que no deben ser reducidos al universal capital o capitalismo. En sus líneas más significativas, en relación con los problemas que aquí nos ocupan, ello implica concebir el sistema mundial capitalista como una unidad heterogénea compuesta de regiones y Estados con mayor poder y con la capacidad de apropiarse de valores desde otras economías y que generan sus propias formas de reproducción, el llamado mundo central o imperial, junto a regiones y Estados que sufren despojos de valor y que en mutua relación con aquellos generan a su vez sus formas específicas de reproducción del capital, el mundo dependiente (Osorio, 2009).
Las clases dominantes en Colombia, fragmentadas territorial y económicamente, heredan de la colonia una economía basada en el modelo primario exportador, la cual se afianza a partir de la segunda mitad del siglo XIX hasta los años 30s del siglo XX para volver a cobrar vigor a finales de este mismo siglo, como un modelo agro-minero exportador o “modelo de desarrollo hacia afuera”, conforme a la división internacional del trabajo y el mercado establecido por el capital a nivel mundial. De este modo, la sociedad nacional, al tiempo que articula su economía y su territorio a los procesos de acumulación capitalista a escala planetaria, en sus fronteras internas desarrolla modos de economía y de sociedad territorialmente fragmentados, en la que se conjugan formas modernas de explotación y producción con formas pre-capitalistas, esclavistas, serviles, o pre-modernas. El desarrollo heterogéneo, desigual y combinado como rasgo general del sistema capitalista a nivel mundial (Trotsky, 1972), se produce y reproduce dentro de los países dependientes como Colombia, adoptando formas complejas e inéditas en diferentes territorios de la nación.
Estos procesos históricos de fractura territorial y económica y de debilidad del Estado se profundizan con la articulación dependiente de Colombia a la nueva economía y geografía del capital bajo la forma de la globalización neoliberal8, en un contexto en el que a finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI la guerra entre los actores armados adquiere un mayor escalonamiento, se hace más compleja y aguda y las élites dominantes redefinen el modelo de desarrollo económico en función del mercado externo.
Territorio, globalización y despojo
Para comprender los recientes procesos de reconfiguración del territorio en Colombia, es muy importante traer a colación el referente de la globalización, particularmente por su grado de incidencia dinamizadora en la redefinición y reconfiguración del territorio, no sólo desde la lógica económica sino también desde la espiral de la guerra. En ese sentido, nos interesa destacar, brevemente, la manera y el grado en que los procesos de globalización impactan en la reconfiguración del territorio y en la dinámica de la confrontación armada y violenta en los últimos años en Colombia. Desde luego, no se trata de presuponer una determinación mecánica y facilista entre globalización, territorio y confrontación armada, sino de mostrar la manera cómo algunos procesos sobre todo de carácter económico y territorial relacionados con la primera afectan y le imprimen un rasgo particular a los desarrollos y sentidos del segundo y la tercera.
La tesis que nos orienta aquí consiste en considerar la estrecha imbricación entre las geografías de la guerra y la desposesión, con las geografías de la acumulación tanto a escala local y regional, como a escala nacional y transnacional9, como factores determinantes en la reconfiguración contemporánea del territorio en Colombia. Procesos en los que, por supuesto, gravita y se conjuga la debilidad histórica del Estado. Cabe aclarar, sin embargo, que aquí nos limitaremos a indicar sólo algunas tendencias generales, sobre las cuales se han efectuado varios estudios, mientras otros siguen pendientes de realizarse10.
El hecho histórico irrefutable es que con la globalización neoliberal del capital, el lugar y el papel del Estado-nación y el significado del territorio como referente espacial del mismo, experimentan un proceso de redefinición creciente y muchas veces indeterminada, aunque los alcances y profundidad de este proceso varían según las experiencias históricas de cada sociedad nacional y las relaciones de poder jerarquizadas y asimétricas en el sistema mundial11.
Hay que destacar que uno de los tópicos centrales de este proceso de resignificación y dislocamiento del territorio producido a efectos de la globalización tiene que ver con la fluida reconfiguración de los límites y fronteras externas e internas en las sociedades nacionales. Para el caso específico de Colombia debe anotarse que este proceso se hace mucho más complejo debido a la estrecha articulación entre esta lógica de acumulación de capital territorial con las estrategias de dominio y control territorial y poblacional de los actores armados.
Una de las tendencias más comúnmente destacadas en el proceso de globalización, teorizada por apologistas y críticos de la misma, es la que se refiere a la creciente pérdida o socavamiento de la soberanía del Estado a favor de procesos y de actores de carácter mundial o transnacional, que en el extremo llevaría a algunos de sus teóricos, no sólo a diagnosticar el progresivo debilitamiento del Estado-nación, sino a pronosticar incluso el fin del mismo o la pérdida de su vigencia histórica. No es la ocasión para desarrollar aquí un comentario crítico a estos planteamientos12. Cabe destacarse, sin embargo, que es en los países y Estados de América Latina y especialmente en Colombia, en los que esta pérdida de soberanía estatal o su readecuación contemporánea, así como sus efectos territoriales y poblacionales, producto de la globalización capitalista contemporánea, se presenta de manera más directa, abierta y avasallante.
Por un lado, los flujos crecientes de capital, de bienes, de información y de poder, socaban los tradicionales fundamentos de la soberanía estatal, pues normalmente tales flujos representan lógicas de poder transnacional que erosionan desde fuera aún más la débil capacidad histórica de contención o de regulación por parte del Estado. Por otro lado, cabe destacar que este socavamiento se realiza con el consentimiento, y no a contrapelo, de la voluntad política estatal. De modo que en términos generales puede decirse que la dimensión externa de la soberanía se encuentra cada vez más en entredicho, y la desnacionalización del Estado en vez de ser la excepción se convierte en norma. En suma, para los países periféricos como Colombia, la tradicional soberanía westfaliana y weberiana, no sólo se trastocan sino que se hacen aún más frágiles.
Por lo general, esta desnacionalización implica resignificaciones y redefiniciones sustanciales sobre el territorio mismo del Estado. La fuerza y las lógicas de poder inmanentes a los procesos de globalización vienen acompañados o implican una reconfiguración radical del territorio, cada vez más en función de las lógicas dominantes de tales poderes y menos en función de la soberanía estatal histórica.
La llamada “desterritorialización” que algunos estudiosos han subrayado se refiere no sólo al carácter transnacional de los propios procesos económicos, políticos y culturales que le son inherentes a la globalización, sino también a la articulación del territorio “nacional” con las lógicas de la misma (Haesbaert, 2011)13. De este modo, la globalización es también globalización territorial, que para las sociedades periféricas significa “desterritorialización” de la nación. Por lo general, esta desterritorialización del territorio de la nación se realiza a través de emplazamientos económicos de carácter transnacional, en el centro de los cuales se encuentra la explotación de recursos primarios minero-energéticos, hídricos o agrícolas, cuyos efectos se expresan en una creciente reprimarización de la economía, volcada, como en el siglo XIX, hacia el mercado externo, redefiniendo órdenes y fronteras territoriales internas. Paradójicamente, se trata de una desterritorialización territorializada, puesto que tales procesos de carácter transnacional terminan anclándose (territorializando) en el territorio local o nacional, contribuyendo a profundizar su histórica fragmentación.
Sin embargo, cabe anotar que esta desterritorialización no se efectúa a voluntad exclusiva de las fuerzas económicas y políticas de carácter transnacional, sino gracias al concurso activo de fuerzas económicas y políticas nacionales o locales que la hacen posible y de la cual se benefician en términos de acumulación de poderes y de riquezas, entre las que destacan las élites regionales y el mismo Estado. De suerte que la otra cara de la desterritorialización globalizadora del territorio nacional pasa por una creciente “reterritorialización” del mismo a manos de poderes locales o regionales. Sin embargo, como al hablar de globalización hegemónica estamos hablando de un proceso altamente jerarquizado, se trata, en este caso, de una reterritorialización desterritorializada, puesto que en amplias situaciones no está en función del territorio histórico de la nación sino de la globalización transnacional.
Pero esta reterritorialización, además, no se produce automáticamente, secundando las expectativas e intereses del capital transnacional, sino sobre la base de la afirmación o reconfiguración de poderes constituidos en el territorio o de una disputa a muerte entre actores nacionales o locales por su apropiación. De modo que en el contexto de la globalización, desterritorialización y reterritorialización son las dos caras de la misma moneda, en la que se conjugan los “localismos globalizados” y los “globalismos localizados” hegemónicos, para utilizar las expresiones de Boaventura de Sousa Santos14, con los localismos globalizables o globalizantes de la periferia.
De este modo, puede decirse que la fuerza inmanente de este proceso simultáneo de desterritorialización-reterritorialización significa desanclaje del territorio nacional o desnacionalización del Estado en función de la transnacionalización, generando procesos crecientes de fracturación del territorio y de redefinición de fronteras en función de las variadas y contradictorias fuerzas locales globalizables (Saskia Sassen, 2015). Redefinición paradójica de fronteras, puesto que por un lado las suprime (el “mundo sin fronteras” de los apologistas de la globalización), mientras que por otro surgen o se crean nuevas fronteras a partir de los nuevos emplazamientos territoriales, esto es, fronteras especializadas de inclusión y de exclusión. Redefinición así mismo relativa y no absoluta, ya que el sentido y la dirección de los flujos de capital transfronterizos se realizan en los marcos de la estructura jerárquica del sistema mundo con desiguales poderes de decisión en el proceso global, mientras que por otra parte la aparición de nuevas fronteras encuentra sus límites y posibilidades según las fuerzas hegemónicas en el Estado, en el territorio o en las resistencias subalternas (contra-hegemónicas).
Correlativamente, el Estado concurre a este proceso de manera funcional, no sólo adecuando la vieja institucionalidad reguladora hacia una nueva de carácter desreguladora que estimula o acompaña crecientes volúmenes de inversión y tasas de explotación exacerbada tanto de recursos territoriales como de trabajo15, sino también readecuando el territorio a través de la dotación de infraestructura material, vías, redes, puertos y demás, para la explotación transnacional del mismo16.
David Harvey ha mostrado cómo el proceso de acumulación por desposesión no es propio exclusivamente de la acumulación originaria de capital estudiada por Marx en El Capital, sino que es un rasgo característico, propio del capitalismo en cualquiera de sus fases (Harvey, 2005). El espectro de esta acumulación por desposesión en la actual fase de globalización neoliberal, que el autor denomina “nuevo” imperialismo, es muy amplio. Incluye desde la mercantilización de la naturaleza, la explotación de los recursos minero-energéticos, el agua y el conocimiento, hasta la privatización de los bienes comunes. Y la base sobre la que se sustenta no es otra que la depredación exacerbada de la naturaleza y la sobreexplotación del trabajo.
En este proceso, como se dijo antes, el Estado no es neutral, sino que, por el contrario, juega un papel crucial a favor de esta lógica de “acumulación por desposesión”. Bien lo observa de nuevo Harvey: “como en el pasado, el poder del estado es usado frecuentemente para forzar estos procesos, incluso en contra de la voluntad popular. El estado, con su monopolio de la violencia y sus definiciones de legalidad, juega un rol crucial al respaldar y promover estos procesos” (Harvey, 2005).
Este marco analítico, aunque breve, es importante considerarlo puesto que en los últimos 20 años hemos asistido en Colombia a una creciente reconfiguración violenta del territorio, de sus límites y fronteras, no sólo en función de estrategias de guerra de los actores armados, sino también según las señales y procesos concretos de acumulación transnacional y local. Se trata de un creciente y sostenido entrecruzamiento entre las geografías económicas de la acumulación local y transnacional con las geografías de la guerra y del despojo. Procesos que gravitan en los territorios rurales, pero de los que no han estado exentos los territorios urbanos, como la ciudad de Medellín17. De nuevo, como bien lo había observado Antonio García (1972), las geografías del despojo por medio de la violencia y el terror se traducen en geografías urbanas del desplazamiento.
Territorios como los de América latina y especialmente de Colombia, ricos en biodiversidad y en recursos minero-energéticos, con Estados estructuralmente débiles, se convierten en objetivos prioritarios de inversión y explotación a manos de las grandes transnacionales en esta nueva fase de acumulación, que además es motorizada por la creciente financiarización de la economía mundial. Para el caso de Colombia, el sector minero-energético se ha convertido en uno de los más apetecidos por las grandes multinacionales, aunque su campo de inversión, explotación y despojo de las riquezas naturales del país incluyen además la apropiación de tierras (baldías u objetos de desposesión violenta), de fuentes hídricas y de recursos madereros. Según Vega Cantor: “Resulta ilustrativo indicar que el 82% del territorio colombiano se encuentra en proceso de prospección minera, cedido a empresas multinacionales, para localizar y extraer todos los recursos minerales que allí se encuentren. Esto se evidencia con la expedición de títulos mineros, los que pasaron de 80, en el 2000, a 5067, en el 2008, con un total de casi 3 millones de hectáreas concedidas para extracción minera” (Vega Cantor, 2014).
A efectos de ilustración y sin pretender ser exhaustivos, este proceso de captura territorial con fines de acumulación transnacional, se puede ejemplificar con algunos casos emblemáticos18. En la Costa Norte de Colombia, por ejemplo, destaca la presencia de la Drumond y Prodeco, especializadas en la explotación del carbón en los departamentos de la Guajira y El Cesar, con gran impacto negativo sobre el medio ambiente y las comunidades de su entorno. En el Departamento del Tolima cabe mencionar la presencia de la multinacional surafricana AngloGold Ashanti, cuya explotación del oro de La Colosa, comprende un rico yacimiento que se extiende por territorios de los municipios de Cajamarca, El Espinal e Ibagué, afectando de manera contundente el medio ambiente y los recursos hídricos de un área protegida como zona forestal; también destaca por parte de esta misma multinacional los proyectos de explotación de yacimientos de oro en el suroeste antioqueño, afectando los recursos hídricos y la vocación agrícola de la subregión. Igualmente, compañías canadienses y sudafricanas realizan proyectos de explotación de oro, entre otros territorios, en Marmato (Antioquia) y San Turbán (Santander).
En la Altiplanicie del país, es de registrar la activa exploración y explotación de petróleo por parte de la multinacional canadiense Pacific, en las veredas Rubiales, Santa Helena y Tillavá del municipio de Puerto Gaitán (Meta), que a partir de 2008 se convirtió en la segunda productora de petróleo del país, cuyo proyecto incluye además de la explotación de petróleo el procesamiento de aguas para efectos del cultivo de palma para la producción de agro-combustible, depredando la naturaleza y los bienes comunes de comunidades indígenas y campesinas asentadas en esos territorios y sometiendo a los trabajadores petroleros a jornadas coloniales de sobreexplotación del trabajo (Kuijpers & van Dorp, 2016). En esta misma subregión de la Altiplanicie, cabe mencionar el emplazamiento de la multinacional Poligrow con el cultivo de la palma de aceite para la producción de agro-combustibles en el municipio de Mapiripán (Meta), sede del proyecto agroindustrial19, que incluye además la operación y construcción de plantas extractoras y el funcionamiento de una zona franca especial.
En la costa pacífica colombiana, especialmente en el departamento del Chocó, las multinacionales realizan proyectos agroindustriales como la siembra de palma y la explotación maderera, muchas veces en alianza con socios locales vinculados a capitales procedentes del narco-paramilitarismo, como lo ejemplifican los casos de los territorios de la cuenca de los ríos Curvaradó y Jiguamiandó, cuya población afrodescendiente y mestiza fue previa y sistemáticamente desplazada por los ejércitos paramilitares en contubernio con las Fuerzas Armadas del Estado20. Más recientemente, la multinacional canadiense Colombia HardWood desarrolla uno de los proyectos madereros más ambicioso y devastador contra la selva del pacífico colombiano, en un territorio que se extiende entre Bahía Solano y Juradó, el Pacífico y la Serranía del Baudó, con una superficie de 67.327 hectáreas, donde habitan 18 comunidades negras e indígenas, de modo que el 70% de la superficie de este territorio será controlado por esta multinacional. La tala de la selva para la exportación de madera a China, incluye árboles de madera fina como el algarrobo, sanda, cedro amargo, bálsamo, caimito, chanul y virola. Todo lo cual se realizará con la aprobación de Codechocó y el aval del Ministerio del Medio Ambiente (Serna, 2017).
Son muchas las investigaciones académicas, algunas ya realizadas y otras en curso, que revelan esta voraz neo-colonización del territorio con fines de acumulación transnacional llevada a cabo especialmente en los últimos 20 años, que por razones de espacio no registramos.
Sin embargo, es de recalcar que en todos estos procesos es común encontrar que se trata de emplazamientos de capital volcados hacia territorios ricos en yacimientos minero-energéticos y en biodiversidad, cedidos por el Estado a compañías multinacionales para su explotación. Territorios articulados a la dinámica reciente del conflicto armado, habitados por comunidades históricas, indígenas, afro-descendientes o por poblados pequeños o medianos, criminalizadas y desplazadas violentamente por ejércitos privados (por lo general, paramilitares) en alianza o con complicidad de las Fuerzas Armadas del Estado y las autoridades locales, o territorios convertidos en escenarios de disputa violenta entre actores armados.
Globalización, guerra y territorio
Por otra parte, es de anotar que este ciclo de acumulación por desposesión motorizado por el capital transnacional “coincide” con los desarrollos de la nueva fase de la confrontación armada en Colombia a partir de los años 90´s, marcada por un mayor escalamiento, la disputa por el territorio y la población civil, y el mayor protagonismo ganado por el paramilitarismo y el narcotráfico.
Aquí, en este contexto particular signado por la agudización de la guerra, la transnacionalización del territorio adquiere un alcance y una dimensión diferente a la implantación directa del capital multinacional. Transnacionalización que apunta en la dirección ya anotada en términos de adecuación o reconfiguración territorial en función de la acumulación de capital. Se trata de una reconfiguración violenta del territorio con fines de acumulación de riquezas, en la que el despojo y el desplazamiento forzado de la población, llevado a cabo por los ejércitos paramilitares, responden no sólo a la lógica de la guerra, sino que están en función directa de la explotación del territorio mismo, rico en recursos económicos o estratégicos para la construcción de grandes obras de infraestructura o megaproyectos económicos, según las señales y expectativas del mercado mundial o conforme a intereses locales de acumulación o reproducción de capital. Se trata de transnacionalizaciones diferentes pero estrechamente imbricadas.
Como se ha dicho, el nuevo ciclo de la economía mundial ha puesto en el centro de la acumulación la demanda creciente a escala planetaria de materias primas minero-energéticas y de productos agro-industriales, lo que hace que no sólo los actores transnacionales se vuelquen hacia la explotación de los territorios periféricos ricos o potencialmente diversos en tales recursos, sino que las élites locales, viejas o nuevas, legales o ilegales, se lancen a una disputa desembozada por la apropiación de tales territorios, esto es, a la configuración de lo que aquí llamamos localismos globalizantes.
Esta neo-territorialización, propia de los localismos globalizantes, se constituye en una nueva dimensión de la guerra, surgida a su amparo o como producto de esta nueva fase, cuyo despliegue sobre el territorio, como se ha dicho, no responde sólo a estrategias de acción de la confrontación armada, sino a los nuevos requerimientos de la economía mundial. Normalmente, tras el arrasamiento poblacional del territorio a manos de los grupos paramilitares llegan los proyectos empresariales de las multinacionales o de capitales locales vinculados a las diversas fuentes de la economía ilícita, entre ellas el narcotráfico, o incluso proyectos empresariales lícitos, como los de las compañías bananeras en el Urabá o los emplazamientos territoriales de empresas vinculadas a las élites regionales o locales21.
Es de anotar que esta neo-territorialización o reconfiguración violenta del territorio tiene como correlato la derrota estratégica de las guerrillas, especialmente de las FARC, producida tras la gran ofensiva conjugada entre el gobierno de los EEUU a través del llamado Plan Colombia, la ejecución del mayor y más sistemático plan ofensivo de las FFAA de Colombia bajo los gobiernos de Andrés Pastrana (1998-2002) y Álvaro Uribe Vélez (2002-2006; 2006-2010), y sobre todo el papel activo y protagónico jugado por los grupos paramilitares agrupados en las Autodefensa Unidas de Colombia –AUC- bajo el liderazgo de Carlos Castaño Gil. Tras esta ofensiva sostenida en el tiempo (desde 2000 hasta 2004), a las FARC y al ELN, debilitadas política y militarmente, no les queda sino un repliegue territorial hacia sus tradicionales zonas de refugio o hacia territorios de fronteras con países vecinos como Venezuela y Ecuador. De este modo, puede decirse que es en el marco de esta nueva fase de la confrontación armada y de sus resultados adversos para las guerrillas, en el que se comprende que sean los paramilitares, las élites locales tradicionales y el narcotráfico, y no los grupos insurgentes de las FARC y el ELN22, los que asuman el papel ascendiente, aunque no exclusivo, en este proceso de reconfiguración violenta del territorio.
Lo característico de estas guerrillas ha sido la de dirigir y acompañar a colonos y campesinos en procesos de colonización y explotación de la tierra y servir de autoridad política en el territorio. Las prácticas de despojo o de desplazamiento forzado llevadas a cabo por los grupos insurgentes, según la documentación histórica, ha sido más bien excepcional, la cual se ha presentado especialmente cuando las FARC encontró en el negocio de las drogas ilícitas una fuente importante de financiación de su actividad insurgente, generalmente realizadas en los tradicionales territorios de colonización campesina o hacia las fronteras agrícolas del país; por lo general, han sido el secuestro y la extorsión las prácticas más recurrentes de estos actores armados contra la población civil.
Cabe subrayar, por otra parte, que este proceso de reconfiguración violenta del territorio está directamente asociado a la evolución experimentada por el fenómeno paramilitar desde mediados de los años 90´s, que según autores como Carlos Medina Gallego corresponde a su etapa de institucionalización (Medina, 2008, p. 111; Nieto, 2013, p. 100). A su vez, esta transfiguración del paramilitarismo, tiene que ver con su transformación de mera fuerza contrainsurgente (político-militar), alentada y apoyada por el propio Estado y sectores privilegiados de las élites locales, a convertirse en una fuerza social, económica, política y militar de carácter territorial, relativamente autónoma del Estado y de las élites locales tradicionales de poder.
Durante esta fase es determinante la activa participación del narcotráfico en el despliegue y consolidación del fenómeno paramilitar23, no sólo con el propósito inicial de sostener los ingentes costos de la guerra contrainsurgente, efectuar operaciones de lavados de activos ilegales y controlar territorios para la producción y procesamiento de droga ilegal, sino hacia propósitos más ambiciosos y estratégicos, como la consolidación de un proyecto territorial de élites locales con capacidad para controlar el poder político, económico y social24. Según Medina Gallego (2008): “Los narcos se vuelven ‘paracos’ para abrirse camino hacia la legalización, y los ‘paracos’ se vuelven narcos para constituirse en élite económica” (p. 111). Esta simbiosis entre paramilitarismo y narcotráfico se puso de presente años más tarde, al final del escalamiento de la guerra, durante el proceso de negociación entre las AUC y el Gobierno de Uribe Vélez en Santa Fe del Ralito en 2004, en el que muchos reconocidos narcotraficantes locales, con el fin de beneficiarse de las garantías del proceso de negociación y lavar sus fortunas procedentes de los negocios ilícitos, asumieron como jefes paramilitares, lo que en algunos casos implicó la compra de ejércitos para acreditarse como tales (Nieto, 2013, p. 101).
Para algunos autores el proceso reviste mayores alcances. Según Gustavo Duncan (2006):
quien quiera que reduzca el fenómeno de las autodefensas a un simple proyecto contrainsurgente, o a puros narcotraficantes, o a facciones criminales que se despojaron del control del establecimiento, está pasando por alto sus profundas implicaciones en la configuración del Estado y la sociedad en Colombia durante los inicios del siglo XXI (…)Se trataba del Estado de los señores de la guerra, de toda una revolución en las relaciones de poder, de una nueva forma de extraer tributos, de regular la economía, de administrar justicia, de brindar protección, de organizar la prestación de servicios básicos y de ejercer el monopolio de la coerción (p. 15 & 27).
Fenómeno que según el autor está asociado a la incapacidad del Estado de llevar a cabo algún tipo de monopolio sobre la fuerza y la tributación en algunas regiones del país25.
Esta evolución o transfiguración del paramilitarismo y el narcotráfico a “señores de la guerra”, no significó, sin embargo, el abandono de la lógica de acción político-militar de carácter contrainsurgente que históricamente lo ha marcado, pero sí una redefinición en el orden de las prioridades y en la lógica de acción de los ejércitos paramilitares, puesto que la lógica de la contrainsurgencia característica de su accionar clásico, al no ser abandonada, deviene de un fin en sí mismo a convertirse en un medio para la realización de procesos de acumulación de riquezas y de poder territorial. Aquí, codicia y política no se excluyen sino que se conjugan y complementan26.
En los hechos, este proceso de construcción y adecuación del nuevo orden territorial contrainsurgente, se traduce en el despojo violento de más de 8 millones de hectáreas a pequeños y medianos campesinos llevados a cabo por grupos de mercenarios paramilitares durante los años 90´s y comienzos del siglo XXI, realizando de este modo la más violenta “contrarreforma agraria” que haya conocido el país en su historia reciente27. Este despojo de tierras se llevó a cabo por los medios más atroces y crueles de violencia y terror contra la población civil, con sus secuelas de muertes, desarraigo y una población de desplazados de más de 4 millones de víctimas, cerca del 10% de la población del país28. Según el informe ¡Basta Ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad, de los 1.122 municipios de Colombia, en el 97% de ellos, que corresponde a los territorios de 1.116 municipios, se vivió el drama del desplazamiento forzado; entre 2003 y 2012 fueron desplazadas 2.729.153 personas, que representan la tasa más alta de desplazamiento forzado de los últimos 25 años (Grupo de memoria histórica, 2013). Tras el desplazamiento forzado, venía el despojo y la expropiación de territorios y de bienes de las comunidades y pobladores29.
Este proceso de despojo violento de la tierra como una de las estrategias más importantes de acumulación por desposesión dio lugar al surgimiento de lo que algunos estudiosos caracterizan como neo-latifundismo o narco-latifundismo de carácter local o regional30, expresión, a su vez, de una nueva categoría socio-económica surgida entre las élites dominantes, desplazando o cooptando, según los casos, a las tradicionales élites económicas locales o coaligándose con ellas a través de grandes proyectos empresariales comunes, con gran capacidad para influenciar o determinar los poderes políticos en los ámbitos territoriales por medio de la cooptación directa de las instituciones del Estado a nivel local o a través de la élite de los partidos que tradicionalmente lo han ejercido, y articulándose desigualmente con las diferentes instancias centrales del Estado, tal como lo han documento muchos estudios al respecto31.
La imagen dantesca que nos transmite Marx acerca del origen del capital “chorreando lodo y sangre” por sus poros, se hace muy actual en la experiencia contemporánea colombiana. De modo que un componente central en esta nueva fase del orden del capital en Colombia, es el que tiene que ver con la producción de un orden territorial violento32. El despojo de tierras, el desplazamiento forzado, las masacres, el confinamiento de la población, las desapariciones forzadas y los asesinatos selectivos de líderes sociales y comunitarios, ampliamente documentas en el Informe ¡Basta Ya! del Grupo de Memoria Histórica, ilustran de manera dramática esta nueva realidad del capital y de la guerra en Colombia.
Lo que se configura en muchas regiones del país, es un nuevo orden territorial de carácter contrainsurgente no estatal, autoritario y de “clientelismo armado”, que tensiona, interactúa, reestructura y se sobrepone, sobre las viejas territorialidades de las élites tradicionales, del Estado, de las insurgencias y de las territorialidades históricas de comunidades y pueblos. Las viejas territorialidades, aunadas alrededor de la experiencia de lo vivido por múltiples generaciones de manera continua en el tiempo, fueron alteradas de cuajo33, mientras que las territorialidades bélicas, insurgentes, consolidadas durante el Frente Nacional sufren un proceso de redefinición. Al respecto, anota María Teresa Uribe (2002): “Los efectos de la contrainsurgencia paramilitar sobre los órdenes alternativos es devastador. EL viejo principio de organización predecible se vuelve arbitrario, azaroso, deja de ser una orientación para la acción incrementando los niveles de incertidumbre y desconfianza, en tanto que la presencia orgánica de los paramilitares en las territorialidades bélicas y en las cabeceras municipales introduce otro principio de orden, otros mandatos y prohibiciones; vigila, castiga y aplica normas que si bien no son muy diferentes en su contenido a las enunciadas por las soberanías anteriores, demanda obediencia y lealtades irrestrictas y absolutas cuyo desacato se paga con la vida” (Uribe, 2002). En muchos casos se trata de territorialidades no consolidadas, inestables, en disputa o con “soberanías en vilo”, en los que las fronteras territoriales igualmente se reconfiguran, se redelimitan o se hacen porosas, fluidas e “invisibles”34.
Este nuevo orden territorial, de ninguna manera es exterior al orden legal de la política, de la economía y de la sociedad, sino que fluye y se reproduce a su amparo, al tiempo que produce y reproduce el orden político estatal contrainsurgente. Aquí, como en el tópico anterior, orden contrainsurgente no estatal y orden contrainsurgente estatal no se excluyen sino que se conjugan y complementan en un equilibrio y desequilibrio continuo de fuerzas inestables35.
Esta reconfiguración violenta del territorio se escenifica principalmente en el campo colombiano, pero igualmente se proyecta y despliega en los centros urbanos del país, como Medellín, no sólo a través de la dinámica expansiva y articuladora de la guerra, sino también a través de los múltiples vasos comunicantes de la economía ilegal y su imbricación con lo legal. La tesis de la urbanización del conflicto armado nacional para el caso de Medellín no es nueva, la hemos documentado en varias investigaciones, destacando que se trata de un proceso en el que los actores armados de carácter nacional (fundamentalmente guerrillas y paramilitares) en diferentes momentos y grados logran articular, sustituir o invisibilizar tanto las viejas o previas conflictividades urbanas como a sus actores (delincuenciales o comunitarios) en función de la centralidad de la confrontación armada nacional. (Nieto & Robledo, 2006).36
Es notorio, por ejemplo, cómo la geografía urbana de ciudades grandes y medianas, entre ellas Bogotá, Medellín, Cali, Bucaramanga, Barrancabermeja y Montería, entre otras, ha cambiado a raíz del sostenido y masivo flujo poblacional producido por el desplazamiento forzado y las estrategias de control territorial urbano de los actores armados, especialmente por parte de los paramilitares.
Es de anotar que estas nuevas territorialidades urbanas del desplazamiento forzado, o de éxodo37, se establecen por lo general en la “periferia de la periferia” de la ciudad, colonizando de manera aluvional38 los márgenes extremos del perímetro urbano, cuya topografía escabrosa e irregular dificulta en un comienzo los asentamientos poblacionales. En muchas de estas nuevas territorialidades urbanas, los nuevos pobladores “urbanos” no han tenido aún el tiempo histórico para construir social y simbólicamente el territorio, proceso arduo y complejo que por lo general comienza por constituirse como comunidad, como un nosotros, con capacidad para afrontar los desafíos de articularse a los procesos sociales, económicos, políticos y culturales de la ciudad, esto es, como ciudadanos con capacidad y disposición para resistir tanto los embates de la exclusión territorial y la dominación armada, como los desafíos que demandan el ejercicio de los derechos de ciudadanía, procesos en los que están muy presentes y de manera simbólicas las territorialidades “abandonadas”.
Territorio y resistencias
A la par que esta forma conjugada de globalización, despojo y terror se territorializa por la amplia geografía del país, la resistencia social protagonizada por pobladores urbanos y comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas, igualmente adquiere un carácter marcadamente territorial. De este modo, frente a las geografías del terror y del despojo, irrumpen las geografías de la resistencia, en las que se conjugan la defensa de la vida, la dignidad y las libertades de los pobladores con la defensa del territorio en lo que este representa como referente simbólico, como espacio construido, histórico y socialmente vivido, y como potencia para la realización de proyectos económicos y sociales39…
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Fotografía: Iberoamérica Social.